miércoles, 2 de septiembre de 2015

kmx


La primera vez que me lo crucé, en una noche de julio, volvía de algún lugar apurado y molesto por sucesos cotidianos y, por lo tanto, irrelevantes. Tenía una imponencia que te dejaba reflexionando, apesadumbrado, sobre devenires inevitables. Lo había visto en la esquina de aquel local que vende artículos de pesca, que a su vez está en frente de Chaperman, lugar que vende repuestos para autos y que, de chico, creía que construían autos por lo que quise trabajar ahí y fui acompañado de una parte de mi vida a postularme con seis años de edad. Lo vi ahí, a pocas cuadras de mi casa, en el barrio en el que los edificios comenzaron a acaparar la popularidad y en los que ahora puedo ver la zona en la que crecí desde una perspectiva inédita. Entonces, inmediatamente después de cruzármelo, no importó el apuro, la bronca, los sentimientos que venía masticando. Todos aquellos que lo ven, por más que no demuestren nada por fuera, sienten esa incómoda imponencia por dentro. Esa inaplazable referencia de lo ineludible.

Sin embargo, al llegar a casa ya me había olvidado de habérmelo cruzado, por lo que pareció uno de esos sucesos que transcurren de manera efímera por la mente y que luego, en sueños, reaparecen. O de esas cosas que entendemos luego, decepcionados de nuestra falta de percepción, como señales y que uno, queriendo entender todo, trata de calcular las inconmensurables posibilidades de coincidencia, buena suerte, mala suerte, o lo que sea que queramos creer para no sentir el vacío de no poder simbolizar con palabras nuestras sensaciones.

El día que tuve que volver a esta ciudad en la que crecí, pensaba más en cómo escribir una carta pública que en la eventualidad de que, otra vez, me lo iba a cruzar. Estaba ahí, latente, pero habían cosas más importantes que resolver, que ordenar, que acostumbrarme. En el medio de todo, las idas a la tintorería, la sal rociada, los abrazos, los agradecimientos, las conversaciones que no quería tener, los silencios que no quería tener, los suspiros (los muchos suspiros), el traje negro, la camisa negra, la corbata negra, los zapatos negros ajenos, apareció en la puerta de mi casa.

Se parecía a esos tipos de traje que van al aeropuerto con el nombre de una persona a quien no conocen pero deben recibir y que, al ser ese cartel visto por todos, algunos jugamos a imaginar cómo es físicamente. De esta manera, sólo debía aparecer con su silenciosa y lenta marcha, acompañado de dos hombres más, para que entendiéramos qué nos tocaba hacer. Entonces los que estábamos reunidos en casa hicimos oraciones y trasladamos esa parte de nuestras vidas hacia donde este oscuro personaje estaba esperando,  que luego nos indicaría hacia dónde nos estábamos yendo. Por un momento me sentí un creyente más.

No quería perderle el rastro pero tampoco podía ir en el mismo lugar por lo que lo seguí, como todos los que estábamos ahí. El día, tan inesperado como atípico, hizo que el viento característico de la ciudad se tomara licencia para dejar que el escenario fuera un gris templado, silencioso, fresco. Transitamos lento, muy lento, por el kiosco donde comprábamos las multiviaje para tomarnos el colectivo, por la peluquería donde alguna vez nos cortó el pelo ese hombre de cachetes colorados y de nombre común, por la panadería a la que no íbamos. Pasamos también por la cooperativa de luz a la que mañana tengo que volver a ir. Doblamos a la izquierda para pasar por la casa de artículos de pesca y por Chaperman. Después subimos a la ruta y seguimos derecho cuarenta cuadras a paso de hombre hasta bajar de ella hacia la derecha a la altura de un shopping conocido. Allí entraríamos en una calle que subía, interminable, hacia las bardas que al principio no llamaron mi atención. Sólo constataba con la mirada lo que aquel verdugo largo y oscuro, que ya había visto antes, se llevaba consigo.

Al subir por aquella calle, ahí y sólo recién ahí, pude empezar a ver personas en la calle con la misma interrupción de su cotidianidad como esa que había tenido yo, en julio, aquella noche. La cima de la barda, escenificada con el cielo lánguido, se hacía cada vez más grande. Cuando cerraba los ojos recordaba partes de mi vida y, cuando los abría, las veía irse. Entonces las bardas con el cielo gris tuvieron toda mi atención. Parecía que allí iba a terminar todo lo conocido y por conocer. En esas bardas, con esa luz, de esa parte de mi vida.


El verdugo, entonces, sólo se situó a un costado en silencio mientras la sal rociada, el ruido de las narices evitando gotear más sal, atestiguaban cómo mi mano derecha se aferraba a ese tallo, a esa parte de mi vida. Finalmente el tallo cayó sobre la madera barnizada mientras esa parte de mi vida se iba tapando con pedacitos de planeta. Cuando levanté la cabeza quise insultarlo, escupirlo, golpearlo pero sólo vi su espalda, como todo el viaje, saliendo del lugar, con el cartel rectangular de chapa KMX 809 y con otro nombre en su costado.