La primera vez
que me lo crucé, en una noche de julio, volvía de algún lugar apurado y molesto
por sucesos cotidianos y, por lo tanto, irrelevantes. Tenía una imponencia que
te dejaba reflexionando, apesadumbrado, sobre devenires inevitables. Lo había
visto en la esquina de aquel local que vende artículos de pesca, que a su vez
está en frente de Chaperman, lugar que vende repuestos para autos y que, de
chico, creía que construían autos por lo que quise trabajar ahí y fui acompañado
de una parte de mi vida a postularme con seis años de edad. Lo vi ahí, a pocas
cuadras de mi casa, en el barrio en el que los edificios comenzaron a acaparar
la popularidad y en los que ahora puedo ver la zona en la que crecí desde una
perspectiva inédita. Entonces, inmediatamente después de cruzármelo, no importó
el apuro, la bronca, los sentimientos que venía masticando. Todos aquellos que lo
ven, por más que no demuestren nada por fuera, sienten esa incómoda imponencia por
dentro. Esa inaplazable referencia de lo ineludible.
Sin embargo, al
llegar a casa ya me había olvidado de habérmelo cruzado, por lo que pareció uno
de esos sucesos que transcurren de manera efímera por la mente y que luego, en
sueños, reaparecen. O de esas cosas que entendemos luego, decepcionados de
nuestra falta de percepción, como señales y que uno, queriendo entender todo,
trata de calcular las inconmensurables posibilidades de coincidencia, buena
suerte, mala suerte, o lo que sea que queramos creer para no sentir el vacío de
no poder simbolizar con palabras nuestras sensaciones.
El día que tuve
que volver a esta ciudad en la que crecí, pensaba más en cómo escribir una
carta pública que en la eventualidad de que, otra vez, me lo iba a cruzar. Estaba
ahí, latente, pero habían cosas más importantes que resolver, que ordenar, que
acostumbrarme. En el medio de todo, las idas a la tintorería, la sal rociada,
los abrazos, los agradecimientos, las conversaciones que no quería tener, los
silencios que no quería tener, los suspiros (los muchos suspiros), el traje
negro, la camisa negra, la corbata negra, los zapatos negros ajenos, apareció
en la puerta de mi casa.
Se parecía a
esos tipos de traje que van al aeropuerto con el nombre de una persona a quien
no conocen pero deben recibir y que, al ser ese cartel visto por todos, algunos
jugamos a imaginar cómo es físicamente. De esta manera, sólo debía aparecer con
su silenciosa y lenta marcha, acompañado de dos hombres más, para que entendiéramos
qué nos tocaba hacer. Entonces los que estábamos reunidos en casa hicimos
oraciones y trasladamos esa parte de nuestras vidas hacia donde este oscuro
personaje estaba esperando, que luego nos
indicaría hacia dónde nos estábamos yendo. Por un momento me sentí un creyente
más.
No quería
perderle el rastro pero tampoco podía ir en el mismo lugar por lo que lo seguí,
como todos los que estábamos ahí. El día, tan inesperado como atípico, hizo que
el viento característico de la ciudad se tomara licencia para dejar que el
escenario fuera un gris templado, silencioso, fresco. Transitamos lento, muy
lento, por el kiosco donde comprábamos las multiviaje para tomarnos el
colectivo, por la peluquería donde alguna vez nos cortó el pelo ese hombre de
cachetes colorados y de nombre común, por la panadería a la que no íbamos. Pasamos
también por la cooperativa de luz a la que mañana tengo que volver a ir. Doblamos
a la izquierda para pasar por la casa de artículos de pesca y por Chaperman. Después
subimos a la ruta y seguimos derecho cuarenta cuadras a paso de hombre hasta
bajar de ella hacia la derecha a la altura de un shopping conocido. Allí entraríamos
en una calle que subía, interminable, hacia las bardas que al principio no
llamaron mi atención. Sólo constataba con la mirada lo que aquel verdugo largo
y oscuro, que ya había visto antes, se llevaba consigo.
Al subir por
aquella calle, ahí y sólo recién ahí, pude empezar a ver personas en la calle
con la misma interrupción de su cotidianidad como esa que había tenido yo, en
julio, aquella noche. La cima de la barda, escenificada con el cielo lánguido,
se hacía cada vez más grande. Cuando cerraba los ojos recordaba partes de mi
vida y, cuando los abría, las veía irse. Entonces las bardas con el cielo gris tuvieron
toda mi atención. Parecía que allí iba a terminar todo lo conocido y por
conocer. En esas bardas, con esa luz, de esa parte de mi vida.
El verdugo,
entonces, sólo se situó a un costado en silencio mientras la sal rociada, el
ruido de las narices evitando gotear más sal, atestiguaban cómo mi mano derecha
se aferraba a ese tallo, a esa parte de mi vida. Finalmente el tallo cayó sobre
la madera barnizada mientras esa parte de mi vida se iba tapando con pedacitos
de planeta. Cuando levanté la cabeza quise insultarlo, escupirlo, golpearlo
pero sólo vi su espalda, como todo el viaje, saliendo del lugar, con el
cartel rectangular de chapa KMX 809 y con otro nombre en su costado.